Comedores comunitarios colapsan en Tierra Caliente

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El colapso de los comedores comunitarios en Tierra Caliente dejó infraestructura abandonada y miles de familias sin apoyo alimentario, tras años de desorden, disputas internas y una operación marcada por el desgaste y la falta de supervisión.

Abandono de infraestructura y politización del programa

Lo que alguna vez se anunció como la gran apuesta contra el hambre terminó convertido en un mapa de edificios vacíos, saqueados o convertidos en bodegas improvisadas. El Programa de Comedores Comunitarios, parte central de la Cruzada Nacional contra el Hambre del sexenio de Enrique Peña Nieto, llegó a tener fuerte presencia en toda la región. En Guerrero, particularmente en la franja de Tierra Caliente, prácticamente cada comunidad grande de Ajuchitlán, San Miguel Totolapan, Arcelia o Pungarabato tenía uno.

Pero la operación nunca fue tan sólida como se presumía. Los Comités encargados de cocinar y atender el espacio, formados en su mayoría por mujeres voluntarias, pronto se volvieron terreno fértil para disputas políticas. Varios líderes locales controlaron quién podía comer, quién pagaba cuota y quién quedaba fuera, provocando fricciones y alejando el programa de su razón de ser: garantizar alimento a la población más vulnerable.

La falta de supervisión agravó el deterioro. Muchas cocinas funcionaban con equipo limitado, sin mantenimiento y con voluntarias cansadas de cargar con una responsabilidad que no tenía respaldo económico real.

Tierra Caliente resiente el vacío tras el cierre

Con el cambio de gobierno federal y la desaparición del programa al inicio del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la caída fue inmediata. En Michoacán, municipios vecinos como Tumbiscatío, Arteaga y Huetamo vivieron la misma historia: edificios nuevos cerrados y despensas que dejaron de llegar de un día para otro.

En Guerrero, el golpe fue doble. Por un lado, la gente esperaba que el nuevo gobierno sustituyera el esquema con otro programa alimentario; por el otro, los Comités se asumieron dueños del equipo, lo que desató pleitos en varias localidades. Hubo casos en que estufas, refrigeradores, mesas y utensilios fueron repartidos o literalmente saqueados. En otras comunidades la gente decidió dejar todo intacto, y así permanecen hasta hoy: espacios completos, pero sin vida, llenándose de polvo bajo candados que ya casi no sirven.

Vecinas de comunidades como Las Tunas y La Laja recuerdan que, en los mejores tiempos, el comedor llegaba a dar hasta 150 raciones diarias. Ahora, dicen, apenas quedan las paredes y los logos despintados.

Entre el desgaste y la falta de claridad en los recursos

El programa mezclaba dinero federal con cuotas voluntarias que, en Tierra Caliente, rondaban los 10 pesos por comida. El problema es que ese dinero se usaba para comprar despensa que, en teoría, debía llegar desde instancias federales. La Auditoría Superior de la Federación, en diferentes revisiones, cuestionó la efectividad del esquema y señaló la falta de certeza sobre el destino de los recursos.

A nivel estatal, Guerrero llegó a tener más de 1,200 comedores, una cifra que superaba por mucho la capacidad de operación. La expansión acelerada provocó un crecimiento desordenado, con edificios levantados donde nunca hubo suficientes voluntarias o donde la comunidad no podía sostener el proyecto.

Hoy, la imagen es la misma en gran parte de la región: puertas oxidadas, techos que empiezan a hundirse y equipo que alguna vez costó miles de pesos quedándose a merced del tiempo. Para muchos habitantes, es doloroso ver cómo una política pública que pudo ayudar terminó convertida en ejemplo de improvisación.

Los comedores comunitarios quedaron como recordatorio de un proyecto que prometió combatir el hambre, pero que en Tierra Caliente terminó hundido entre abandono, peleas internas y un profundo desgaste comunitario.

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